~EL LAZO QUE NOS UNIÓ~
Por:
PukitChan
2
Abril de 1997
Diego bajó su mirada hasta el viejo reloj que adornaba su muñeca izquierda. Ya pasaban de las tres de la tarde y el día escolar había terminado hacía un buen rato, pero las actividades del club de arte, le habían permitido continuar dentro de la escuela.
Suspiró pesadamente, caminando sin muchos ánimos. Los vidrios que adornaban cada uno de los salones reflejaban a un joven que apenas alcanzaba a cubrir la imagen de sus quince años: estatura promedio, de cabello castaño claro, mirada inocente y atractivo normal. No era alguien atlético, ni mucho menos el tipo de adolescente por el que todas las chicas volteaban. Sencillamente era alguien más que prefería pasar desapercibido para el mundo. Tal vez, lo único que lo podría hacer resaltar un poco más de los limites permitidos, eran sus hermosos y profundos ojos verdes.
Levantó su rostro cuando llegó al lugar deseado; la parte posterior de la escuela, lugar dónde un hermoso árbol imponía su presencia. Sonrió para si mismo, satisfecho de lo que veía. Desde hacía tiempo quería dibujar aquel ser y el día se había ofrecido para permitírselo.
Se sentó sobre el pasto, alejado del árbol para poder apreciarlo correctamente. Sacó su cuaderno y un lápiz, disfrutando del ligero viento y los murmullos que se escuchaban a los lejos, seguramente provenientes de los chicos que se encontraban practicando deportes. Sacudió su cabeza en un intentó de concentrase y comenzó a trazar las líneas de lo que sería su boceto. Le gustaba hacer eso; perderse por completo en sus creaciones, ignorar el mundo a su alrededor y sólo ser él y las líneas del lápiz.
—¡Amigo, disculpa! —gritaron a lo lejos. Por inercia, elevó su rostro para mirar lo que había perturbado su amado silencio. Lo primero que sus ojos encontraron fue un balón de futbol que estaba a unos dos metros de distancia de él; luego, un chico de elevada estatura y cabellos negros que al parecer se dirigía a él, por las señas que hacia con la mano.
—¿Sí? —contestó estúpidamente alto, pues era obvio lo que iban a pedirle.
—¿Podrías pasarnos el balón? —pidió con una brillante sonrisa que se vislumbraba pese a la distancia.
Parpadeó por breves instantes, como si no comprendiera lo que le habían dicho. Después, asintió con la cabeza, dejando a un lado su cuaderno y poniéndose de pie sin dejar de mirar al chico alegre. Buscó el balón y lo analizó, aunque realmente no había nada que analizar. Mordió su labio inferior buscando hacer su mejor esfuerzo pues la razón por la que no pertenecía a algún club deportivo era simple: no había nacido para eso.
Una joven que cruzaba por ahí, era ajena a lo que estaba ocurriendo hasta que, siguiendo a sus instintos, colocó su cuerpo en una posición de defensa cuando su vista logró captar un objeto redondo que se acercaba a ella rápidamente. Un golpe directo y doloroso en su brazo fue lo único que alcanzó a sentir, abriendo sus ojos lentamente para divisar lo que la había golpeado; un balón de futbol.
—¡Lo siento! —Diego, desde donde estaba, gritó asustado y avergonzado por la trayectoria que había tomado el balón cuando fue pateado por él. La chica por su parte sólo negó con la cabeza y siguió su rumbo, sobando su brazo. A lo lejos, las risas incontenibles del joven de cabellos negros se escuchaban dulces y serenas, pero aun así, humillantes.
«Esto es ridículo —pensó abochornado—, seguramente cree que soy un idiota y cuando regrese, le contará a todos sus amigos la anécdota del niño que no sabe patear decentemente una pelota. Sí, claro, era lo que me faltaba, ser el hazmerreír de un equipo deportivo»
Pero, contrario al rumbo de sus pensamientos, el chico sencillamente corrió por el balón que tomó entre sus manos y lo miró. Sólo en ese momento, Diego se percató del atractivo físico que acompañaba a esa contagiosa sonrisa.
—¡Eres gracioso! —declaró rápidamente, antes de dar la vuelta y comenzar a correr en dirección a las canchas.
Sin saber que hacer, se quedó quieto mientras el otro chico se perdía a lo lejos y sin darse cuenta de que ahora sus labios formaban una tímida sonrisa. Negó con la cabeza intentando recuperar su inspiración y volvió su cuerpo hacia donde estaba sentado anteriormente con el boceto de su dibujo, para lograr completarlo.
…esa tarde, el profesor encargado del departamento de arte, fue el único que pudo admirar un detalle extra en el dibujo de uno de sus alumnos: bajó el precioso árbol, retratado con una exactitud impresionante, se hallaba un joven de cabellos oscuros y contagiosa alegría.
Una pequeña gota helada cayó en su rostro, recorriendo con lentitud su mejilla. Instintivamente, Diego llevó su mano a donde la humedad se sentía, limpiándose la gota sin sorpresa; toda la noche anterior había llovido y aunque había llegado un nuevo día, eso no parecía ser suficiente para espantar a las nubes grises. Exhaló, notando que su aliento era visible gracias a la frialdad y calculando mentalmente si sería posible llegar a la escuela sin terminar empapado.
Aceleró el paso casi con la misma velocidad con la que el agua caía del cielo. La última cuadra, cuando la institución ya era visible, se tuvo que obligar a correr con la mochila golpeando insistentemente su espalda húmeda. En cuanto entró a la escuela, se dirigió al baño, ansioso de intentar secar sus cabellos mojados que se pegaban a su cara por más que los retirara. Dejó caer su mochila al lado del lavabo, mirándose en el espejo del, extrañamente, solitario lugar. Se quitó el suéter que lo cubría mientras sacudía con fuerza la cabeza; limpió su rostro sin mucho cuidado, hasta que el reflejo le mostró a sus ojos verdes algo que paralizó sus movimientos.
Saliendo de uno de los sanitarios, el chico de cabellos negros que había conocido días atrás, miraba el suelo con una expresión que no lograba descifrar si era de terror o preocupación. Y a pesar de que Diego lo miraba sin discreción alguna, el otro parecía no haberse dado cuenta de su existencia, sencillamente se dirigió al lavabo, donde lavó sus manos para después enfriar así su rostro.
—Si quieres mojarte, basta con que salgas… —murmuró Diego, con cierto desgano y enojo. El otro desvió por primera vez sus ojos oscuros hacia el castaño, sin lograr reconocerlo.
— ¿Perdón? —articuló extrañado.
—Bueno —explicó, señalando su cabello—, yo entro aquí para secarme y tú estás haciendo lo contrario. ¿Sabes? Allá afuera se está cayendo el cielo.
No le respondió. Se limitó a mirar esos ojos verdes, apretando con fuerza el sobre blanco que traía en su mano derecha con el sello de un hospital poco conocido. Intimidado, Diego desvió su mirada hasta su mochila, levantándola del suelo y acomodándola en su hombro derecho, donde después se echó encima su suéter para retirarse en silencio.
—Oye —dijo, deteniéndose a si mismo, girando su rostro para ver al otro—, sé que no es de mi incumbencia, pero… ¿Estás bien?
El chico se dio la media vuelta sin expresión alguna en su atractivo rostro.
—No, no estoy bien —exclamó—, pero no hay nada que se pueda hacer al respecto.
Diego guardó silencio unos segundos, antes de tomar una decisión. Caminó, acercándose al joven que pese a la aparente calma de su voz, parecía, se estaba muriendo de miedo.
—Puedo ser tu amigo —ofreció ante la muda sorpresa del otro—. Me llamo Diego.
Increíblemente, el chico esbozó aquella sonrisa alegre que el castaño recordaba como la primera vez que lo vio.
—Paul. Mi nombre es Paul.
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