¡Bueno! Agosto ha llegado, realicé sólo dos entradas y ni idea de porqué acabé escribiendo un fanfiction de Harry Potter. (Seguramente es porque mañana me voy al mundo mágico. ¡Ja!) En fin, el porqué no importa, sólo vengo a dar señales de vida.
Los personajes, así como cualquier mención al mundo de Harry Potter, pertenecen a J.K. Rowling, sólo estoy haciendo algo con la imaginación que se me ha brindando.
TE AMARÉ HASTA LA LOCURA
Por:
PukitChan
I.
Droobles
Uno a uno los colocaba con paciencia,
una que parecía provenir de lo más profundo de su olvidado ser. Mientras colocaba
aquellos dulces semicirculares en una hilera desordenada, una sonrisa tímida
enmarcó su rostro pálido y largo, que no se podía apreciar del todo por el
cabello blanco, largo y sin vida que le colgaba por ambos lados de su
cara.
Había
empezado como curiosidad y terminó siendo un hábito. También tenía una
habitación sólo para ella, para ese momento exclusivo donde se encerraba a
ordenar la goma de mascar azul, junto con las otras cientas que había recolectado
a lo largos de los años, que habían sido demasiados, pero ella había olvidado lo
que significaba el paso del tiempo. Sólo sonreía y parecía encontrar un íntimo
placer en coleccionar y acomodar aquellos dulces llamados Droobles, como anunciaba la animada envoltura que guardaba celosamente
bajo la almohada.
Inclusive
Miriam Strout, la sanadora maternal que se había hecho cargo de ella desde su
entrada al Hospital San Mungo, había comprendido que aquella curiosa obsesión
por los droobles se debía quizás a un
pasado que no recordaría jamás y, sintiendo compasión por esto, siempre en la
hora de la comida se encargaba de traerle a Alice Longbottom uno de estos
dulces, concediéndole también el espacio para ordenarlos cuando comprendió que
aquella mujer no los probaba, sino que los guardaba para intentar darles una
forma aún incomprensible.
―Alice, querida, ponte de pie ―musitó Miriam
con ternura, tomando suavemente el brazo de la mujer para levantarla del suelo
donde estaba hincada, añadiendo un nuevo dulce azul a su larga conexión―. Es hora de
cenar.
Confundida,
Alice se incorporó con ayuda de la sanadora mirando una última vez su
colección, como si por un instante hubiera olvidado que ella era quien estaba
haciendo eso durante mucho tiempo. Sentía claramente cómo era guiada una vez
más a su cama, donde Miriam apareció un plato rebosante de comida junto con un
jugo de calabaza.
―Anda, come ―musitó esa
voz maternal y Alice miró su plato, comiendo con algo de torpeza, de vez en
cuando volteando hacía un lado donde un hombre alto, de aspecto vagamente
extraño, miraba al techo como si éste tuviese algo demasiado interesante para
observar. Miriam caminó hacía esa cama y tocó el hombro del paciente, dando
unas cuantas palmaditas―.
Usted también, Frank, coma.
Pero ninguno
de los parecía escucharla. Se limitaban a mirar a todos lados, picando algunas
veces su cena, volviendo enseguida a sumergirse cada uno en sus pensamientos.
Miriam sabía que a los pacientes de esa área de San Mungo tomarían su tiempo
para acabar sus alimentos, por lo que se armó de paciencia mientras se dirigía
una cama más allá, donde un hombre rubio llamado Gilderoy Lockhart le ofrecía
un autógrafo.
Alice,
entretenida en tararear una cancioncilla que sin duda había escuchado en algún
sanador, cenaba cuidadosamente moviendo su cabeza al mismo ritmo que ella se
imponía. Calmada, degustaba el alimento hasta terminárselo y cuando su cena
desapareció, supo que era el momento adecuado. Se inclinó en su cama y quitó su
almohada para sacar las seis envolturas que había juntado de los droobles a lo largo de la semana. Las
colocó sobre su regazo, señalándolas con el dedo índice al mismo tiempo que sus
labios se separaban para pronunciar, sin sonido alguno, el número que ella les
asignaba. Inesperadamente, comenzó a alisarlas con cariño entre sus manos,
deseando que estuvieran presentables. Tanto era su afán de alisarlas, que al
llegar a la cuarta, se rompió entre sus dedos. Alice, que en ese momentos sus
ojos se abrieron aun más, comenzó a temblar. Sus labios se abrían en
desesperados hipidos y sus ojos se induraron de lágrimas que comenzaron a caer
por lo largo de su rostro. Desesperada, levantó sus manos para jalar de manera
dolorosa sus cabellos blancos, moviéndose de adelante hacía atrás sobre la
cama, sollozando y tirando las otras cinco envolturas que estaban sobre ella.
―¡No… no, no, no! ―parecía
murmurar. Sin embargo, cuando Miriam corrió a su lado, sabía que esas no eran
palabras sino simplemente sonidos: Alice se había negado hablar desde que había
llegado.
―¡Alice, calma, cariño! ―dijo la
sanadora, alarmada, sosteniendo a la mujer en sus brazos para que dejara de
lastimarse y moverse, intentando descubrir la razón de su ataque. ¿Acaso había
sentido una vez más el motivo por el que había llegado ahí? ¿Quizás un pequeño
fragmento de su memoria pasada había llegado para atormentarla? Pero todo quedó
claro cuando vio las envolturas desperdigadas en el suelo. ―¡Alice, no te
preocupes, yo te conseguiré más!
Otra
sanadora, que había llegado atraída por la agitación, se apresuró a acercarse
para separar y tranquilizar a ambas mujeres, pero todas sus intenciones se
esfumaron cuando Miriam, que estaba empapada ya de la vestimenta por las
lágrimas de Alice, la detuvo instantáneamente.
―¡No hagas nada! ―ordenó―. ¡Sólo
aparece unos droobles!
―¿Qué? ―preguntó la joven sanadora, confundida.
―¡Rápido!
Contrariada,
pero obedeciendo a Miriam, la muchacha agitó su varita, apareciendo uno pequeño cuenco que contenía unos cuantos dulces. Notó que los demás pacientes, pese a
lo que ocurría, parecían no darle importancia a la situación. Cuando estuvo
cerca de la cama, Miriam se separó y le arrebató los dulces, y se los ofreció a
Alice, que aun llorando, alcanzó a divisarlos a través de sus lágrimas.
―Alice, mira, aquí hay más, no te
preocupes, te daremos más, por favor, cálmate, eso es… ―murmuraba
cariñosamente mientras la mujer calmaba su agitación y se consolaba con dar
hipidos, colocando sus manos alrededor del cuenco lleno de dulces, como si
temiera que estos desaparecieran solamente con tocarlos.
Sólo cuando
Frank se incorporó de su cama y caminó hacía la de Alice, Miriam se retiró un
poco para, al igual que la otra sanadora, observar. Frank miró a quien era su
esposa y ladeó el rostro, tomando del cuenco uno de los dulces, sonriendo
instantáneamente. Levantó el dorso de su mano y limpió las lágrimas de Alice,
ofreciéndole el drooble que Alice
tomó temblorosa, sonriendo una vez más.
―¿Qué tienen esos dulces en particular? ―quiso saber
la sanadora más joven, cuando volteó a ver a Miriam, quien en ese momento tenía
una mano cubriendo su boca y parecía apunto de llorar.
―No lo sé ―admitió Miriam con voz temblorosa―. Quizás
recuerdos.
II.
Remembranzas
Entró con
paso silencioso a la habitación, contemplando al muchacho que descansaba sobre
la cama. Un poco más allá, sentía la mirada de un sapo que sin duda, se
había percatado de su intrusión a la habitación de su dueño. Pese a esto,
Augusta Longbottom continuó entrado hasta quedar a un lado de la cama, donde
Neville, ajeno a la mirada fuerte de su abuela, apretaba entre sus manos la
envoltura que su madre le había dado la última vez que la visitó.
Augusta
suspiró pesadamente, dándose la vuelta hasta que su atención se desvió a una
caja vieja, que recordaba era de su hijo Frank. No sabía cómo había llegado a
las manos de Neville y en ese momento no se interesaba por indagar en ello, ya
que la curiosidad le ganaba más. Supuso que estaría abierta, porque Neville era
muy descuidado y efectivamente así fue: no hizo falta hacer un hechizo para
mirar dentro: el corazón de Augusta tuvo una pequeña punzada de culpa cuando
notó que la caja estaba llena de las envolturas del chicle y en el fondo,
debajo de todas ellas, había una foto donde Alice y Frank Longbottom sonreían,
saludando con una mano y contra la otra sosteniendo a Neville de bebé, en medio
de ellos. Observó una vez más a su nieto, que se había movido, únicamente para
dejar a la vista sus pies. Le había dicho a Neville que los tirara, aunque era
obvio que el muchacho había desobedecido a su abuela. Augusta se limitó a negar
con la cabeza, mirar al sapo Trevor y salir de la habitación, cerrando la
puerta.
Quizás
Neville pensaba que todos esos envoltorios le parecían a su abuela basura y por
eso los guardaba en secreto, pero para Augusta, eran más que eso: eran
recuerdos, recuerdos vívidos y claros que volvían a su mente cada vez que los veía y a pesar de que pudiera sonar fastidiada cuando Neville los recibía, era
en realidad el dolor del pasado.
―Frank… Alice…
Augusta lo
recordaba. Recordaba aquella mañana cuando, años atrás, Neville, siendo apenas un
bebé recién nacido, había tomado uno de aquellos dulces. De alguna forma el
pequeño había logrado llevárselo a la boca y Alice, madre novata y primeriza,
formidable aurora al igual que su esposo, había dado un grito que alteró tanto
a su suegra como a Frank al ver a su pequeño tomando aquel chicle entre sus
labios babeados. Pese a que no ocurrió nada, Alice había jurado que nunca más
dejaría a Neville probarlos, argumentando que le causaría una muerte prematura
por sustos como esos.
Qué ironía.
Ahora era justamente eso lo que más le daba a Neville, pese a que Alice
seguramente, había olvidado la razón de ello, todo por la maldición cruciatus. Augusta no se atrevió a cerrar los ojos por
miedo a imaginarse cómo su hijo y su nuera habrían sido torturados y el dolor
de estos por aquella mortífaga hasta caer en la locura, una locura que
inclusive ahora había superado todo al darle a Alice la oportunidad de
entregarle a su hijo, un pequeño pedazo de sus recuerdos y de sus sentimientos.
―Le dicen amor… ―susurró
Augusta.
III.
Momentos
Alice
temblaba, pero no de miedo ni de rabia. Sonreía, sentada en el suelo,
observando cómo, después de tantos años, la figura que iba armando con los
chicles había adquirido finalmente forma. Reía bajito, con sus ojos abiertos,
muy grandes, brillando de la emoción adquirida. No sabía qué celebraba, ni
porque había hecho aquella forma, pero estaba contenta. Sólo cuando Miriam, la
sanadora, entró a la habitación buscando a Alice, emitió un gemido de sorpresa
que también se transformó en un temblor.
Tratando de
mantenerse firme, pero saliendo impulsada por la forma de los dulces, Miriam
corrió hacía afuera donde Neville y Augusta Longbottom recién llegaban para
visitar a su familia. Ellos miraron sorpresivamente a la tranquila sanadora
respirando agitada, lo que les causo un poco de angustia. ¿Acaso había pasado
algo malo?
―¡Vengan, vengan! ―dijo la
sanadora, animando tanto a abuela como a nieto a seguirla. Ellos se miraron
entre sí unos momentos, pero decidieron que debían seguir a la alterada mujer.
No tardaron demasiado en llegar a la habitación donde además de Alice, estaba
Frank mirando lo que había hecho su esposa.
―¿Mamá? ―preguntó Neville cuando la vio sentada
en el suelo, rodeada de goma de mascar. Pero mientras más se acercaba, sus ojos, al
igual que los de Augusta, se abrieron enormemente. Su abuela abrió la boca y
Neville, tembloroso, se dio cuenta de que comenzaba a llorar sin habérselo
propuesto. El joven mago corrió hacía donde su madre, para abrazarla y Alice, al
inicio sorprendida de que ese extraño y desconocido muchacho la abrazara, rozó
la cabeza de Neville, permitiendo el cálido contacto.
―Yo… yo… yo sé… que… aunque nunca m-me…
recuerdes… estamos juntos… mamá…
―Sí… ―musitó la mujer, hablando por primera vez
desde que ingresó. Y era cierto que quizás los padres de Neville nunca
recordarían que tuvieron un muchacho, que ahora fuerte y valiente. Pero en el
fondo, escondido y presente, estaba la memoria de que había alguien a quien
amaban con intensidad y eso para Neville, era suficiente.
IV.
Amor
Alice
recorrió la habitación, como era su costumbre, cuando recibía visitas. Se
colocó detrás de Augusta, mirando con atención a Neville, aquel joven que
también la miró, sonriéndole de similar forma. La abuela del mago se separó de
Alice cuando ésta estiró su mano para ofrecerle tímidamente a Neville una
envoltura de droobles. El muchacho
miró a su abuela cuando recibió su regalo, esperando alguna palabra de la
mujer.
Esta vez; sin
embargo, Augusta no dijo nada. Sólo asintió.
…en una habitación cualquiera de
San Mungo, existía una imagen hecha con cientos de gomas de mascar llamadas
Droobles… una imagen, donde un recién nacido, abrazado en medio de sus padres,
sonreía, feliz de haber llegado al mundo, rodeado de amor.
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