1 de junio de 2011

Prohibido Estacionarse

Capítulo 2

Desde que era niño, siempre me había sentido atraído por los chicos de mi mismo género. A esa edad, yo no comprendía bien el mundo, pero lo veía de una forma más simple. No me molestaba decir que quien más me agradaba era mi mejor amigo Javier y tampoco tenía pena en decir que Ángela no me simpatizaba porque pasaba mucho tiempo con él. Fue entonces cuando mis padres se dieron cuenta de que había algo inusual en mi comportamiento, por lo que empezaron a preguntarme quién era mi novia.

De nada funcionó. En ese entonces ya era homosexual y ni siquiera sabía de la existencia de la palabra que me decía que yo era algo diferente sólo porque me gustaba alguien que era parecido a mí.

Mamá acabó aceptándolo con el tiempo, en cambio, mi viejo decía que estaba bien, pero sabía que él nunca sonreiría si llegaba a casa con una pareja que tuviera algo colgándole entre las piernas. Ellos no me tacharon como su hijo marica, pero tampoco estuvieron orgullosos de lo que era; en la medida de lo que me fue posible, intenté comprenderlos como ellos lo hicieron conmigo y me las ingenié para que ellos nunca me vieran con mis escasas parejas mientras yo intentaba sobrevivir a una adolescencia que de por sí, ya era bastante difícil.

Después de la escuela iba de trabajo en trabajo y así junté poco a poco, después de algunos años, el dinero suficiente para independizarme. Mis padres insistieron en pagarme la universidad, así que mis gastos se iban en las cosas que pedían para mi carrera. No me quejaba de mi vida, me sentía bien porque así al menos, si mis viejos tenían visitas estos no los mirarían raro por tener un hijo gay.
Afortunadamente, al ingresar a los estudios superiores me di cuenta que al menos una gran parte de las personas ya entendían que quizás no era del todo malo ser homosexual, así que en su mayoría ya no me excluían y pude hacerme de buenos amigos y algunas veces, de un corazón roto que intentaba sanarse una vez más aunque quedaran unas pequeñas grietas en su forma.
Yo no necesitaba enamorarme. De verdad que no.

—¿Y…? ¿Qué piensas hacer? —Fruncí el ceño inmediatamente al escuchar esas palabras. Yo no quería hacer algo. ¡Yo quería reírme de la situación que me había pasado! Pero claro, al parecer había escogido al amigo menos indicado para hacer ello.

Esta plática fue unos días después de haber obtenido su número telefónico. Decidí que era una buena idea comentarlo y para eso, elegí un momento entre clases. Estaba recostado sobre el césped, con mi compañero de curso, esperando nuestro siguiente horario. Quien me acompañaba se llamaba Luis, un sujeto que era un año menor que yo, de cabellos corto y negro, ojos claros, nariz chata y un tic desesperante de tocarse el lóbulo de la oreja mientras hablaba. Ahora mismo se encontraba haciendo eso.

—Nada —respondí cortante, pero luego una chispa de furia brotó de mí, iniciada no sé cómo, y que me motivó a explayarme como padre en el sermón de la misa dominical—. ¡Yo no lo busqué! ¡Yo no quería su número! Él de repente me lo dio mientras estaba dormido. ¡Y ni siquiera estoy seguro de que sea de él! ¿Por qué tendría que serlo? ¡Es estúpido!

Luis no hacía nada, ni me miraba. Estaba más ocupado en introducir su dedo meñique en su oreja, rascarse y después verlo para ver si había obtenido cerilla de su método de exploración. Sentí que ni siquiera hablaba conmigo mismo, pues me hacía falta un espejo. En el fondo, sabía que no era así, ya que Luis en realidad era alguien si prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor, no por nada era uno de los estudiantes con mejor calificación de los que yo conocía.

—¿Entonces, por qué le estás dando tantas vueltas al asunto? Si no te interesa, sólo olvídalo.

Bajé mi mirada y apreté mis labios mientras me sentaba para abrazar mis piernas con una sola mano y con la otra me dedicaba infantilmente a arrancar el pasto y después arrojarlo hacia el frente, como un signo totalmente claro de mi enfado injustificado ante sus palabras.

—No le estoy dando demasiada importancia —murmuré entre dientes.

—Claro que no —dijo y me volteó a ver con una sonrisa en sus labios. Me fastidio todavía más esa sonrisita suya y Luis lo notó, así que terminé escuchando su escandalosa y burlona risa que atraía la atención de más de uno que pasaba por ahí. Giré el rostro para ver el suyo una vez que se calló; él, sólo negó levemente como una disculpa de su parte y yo me encogí de hombros sólo como un acto reflejo.

—¿Debería averiguar si es su número? —pregunté. Sí, soy un idiota. Primero digo que no me interesa y a los minutos ya estoy pidiéndole su opinión a Luis, pero él ya me conocía desde hacía más de dos años y quiero creer que en realidad, ya se había acostumbrado a mi forma de ser.

Él movió su cuerpo para quedar sentando, tomando su mochila y metiendo todo lo que había sacado de ella y no había ocupado. Me desesperaba que las personas le hicieran tanto de emoción a las cosas cuando uno sólo quería saber la mágica respuesta en el instante. Al ponerse de pie, me quedé sentando mirándolo, pero él hizo una mueca en su rostro que expresaba que era hora de irnos a nuestro siguiente periodo de clases.

—¿Y qué pierdes con intentarlo? Además, algo que me dice que no estarás satisfecho hasta que descubras si es de él su número y si no lo es, siempre podrías preguntar por fulanito y pensaran que simplemente te equivocaste al marcar.

Me levanté con desgano, enfadado porque Luis me daba todas las grandes posibilidades y yo las rechazaba porque una me parecía tan ilógica como la otra. O quizás era por simple temor de lo que podría suceder más adelante. Sacudí el pasto que se había adherido a mi ropa y solté un resoplido en tanto me acercaba a él.

—Sólo por quitarme la espina de la curiosidad, lo haré —declaré. Luis me miró de soslayo y le dediqué una sonrisa tan valiente como poco convincente, pero aun así me devolvió el gesto y finalizó el tema dejándome totalmente a gusto con ello.

En realidad, yo no esperaba nada bueno de esa decisión. En el fondo, ésta no me dejaba de parecer completamente estúpida. Cosas como ésas no pasan en la vida real. ¡Claro que no! Semejante idiotez en la que me había ido a meter sólo por un patético nudo de corbata.

Es curioso que de todos los detalles de esta historia, el que más recuerde sea justamente eso. Me hubiese gustado comenzar de una manera totalmente distinta, pero creo que escogí un buen punto de partida, porque lo que sucedería después era tan simple y a la vez tan complicado que parecería que nada tiene coherencia o punto base para sujetar a todo lo demás. Pero se supone que no debo adelantarme a los hechos de mi propia vida. Quizás ese fue el comienzo de mi decepción.

Me encontraba sentando en un parque cualquiera. Había mucha gente paseando, parejitas siendo repulsivamente cursis, niños corriendo y perros fornicando, toda la mezcla que se encuentra en esta clase de lugares. No conocía ese parque. Había tomado en total quince estaciones del metro, una micro y una larga caminata de media hora para llegar ahí, con el teléfono celular en el bolsillo, esperando a que mi ansiosa mano tecleara el número que se supone debía marcar. Pero… ¿por qué estaba en ese lugar para realizar la importantísima llamada? Tenía una razón demasiado simple a prueba de engaños; escogí a propósito un lugar desconocido para que de esa manera, si la llamada resultaba ser una decepción o una completa vergüenza para mi persona, al menos se suscitaría en un lugar que no frecuento y por lo mismo, no recordaría esa humillación. Todo se quedaría en un sitio lejano, en un momento inexacto de mi vida, una memoria que entonces sería fácil de olvidar… o al menos, eso era de lo que me quería convencer.

Tomé el curioso aparato entre mis manos, delineando sus teclas y admirándolo como si fuera nuevo. Me dejé de tonterías y sacando el papelito que traía en mi cartera, miré su escritura y marqué. Tanto melodrama de mi parte para algo que me hubiera tomado cinco minutos hacerlo en cualquier otro lado. Admito que todo esto me estaba causando un hermoso dolor de cabeza.
«El número que usted marcó no existe. Por favor, verifique su marcación.»

¡…púdrete!

Aquella tarde me enfadé, es cierto pero… ¿tenía acaso el derecho de hacerlo? Claro que en ese momento no fue eso lo que pensé. Expulsé unas maldiciones llenas de palabras altisonantes. Después de dos minutos de furia comprendí que era bastante tonto lo que estaba haciendo, pues lo único que deseaba era saciar mi curiosidad. No regresé directamente a mi casa, la verdad es que me desquité al ir a comer algo de por allí para sacar esa patética llamada de mi mente.

Y lo olvidé. No, más bien guardé ese día en un rincón de mi memoria, junto con esos recuerdos vergonzosos que todos tenemos y nos esforzamos por echarlos al vacío esperando que nunca más salgan de ahí. Lo malo es que no dejan de ser parte de nosotros y cuando menos los queremos estos aparecen.

Retomé todo con mayor calma después. He de confesar que fue bastante liberador haberle puesto un punto final a dicha situación. Estaba mejor así, pero no dejaba de tener ese gusto amargo que te dejan las malas experiencias.

A los pocos días, cuando volví a tomar el metro, caí en cuenta de por qué me había afectado de tal manera ese hecho. Porque cuando lo conocí, cuando él me mostraba su nudo de corbata en nuestros inesperados encuentros que estaban lógicamente más allá de un contacto real, yo estaba sumergido en la rutina.

Ésa fue mi razón lógica. Todo lo que realizaba era por más inercia que por otra cosa. Era despertarme, realizar mis tareas cotidianas, ir a la universidad, hacer mis tareas, mantenerme vivo, dormir e iniciar con todo eso una vez más. Creo que llegué al punto de que ni siquiera yo mismo me daba cuenta de que diario hacia exactamente lo mismo; es decir, no tenía ni la más mínima idea de estaba atrapado en ese círculo. Es algo que tarde o temprano descubrimos todos, pero en mi caso, el detonante fue él y su corbata. No digo que me haya liberado, sólo digo que él fue quien me hizo darme cuenta de eso.

De pronto ya no tenía ganas de encerrarme todo el día. De pronto, tuve ganas de salir en mis ratos de ocio a tomar un café lejos de mi casa. Era algo mezclado entonces. Por una parte me molestaba el que hubiera jugado sucio con aquel número telefónico, pero por otra parte, estaba contento del momento de frescura que su encuentro me había dejado.

Dicen que todo encuentro tiene una razón. Ésa clase de cosas son las que yo pasaba inadvertidas porque ni estaba a favor ni en contra. Era un punto totalmente neutro para mí. Tampoco es que haya empezado a creer a partir de que lo conocí. Únicamente me vi recordándolo como si fuera un agradable momento, pues repentinamente estaba sonriendo de la nada a mitad del vagón mientras escuchaba música.

Era como reencontrarse con algo perdido mucho tiempo atrás.

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